Argentina tiene que vivir del libre comercio, sin restricciones


El comercio está en la médula de nuestra cultura. 

Por naturaleza, el ser humano intercambia bienes con sus pares desde sus orígenes. Surgió, ya en las primeras comunidades de las que tenemos noticia, con el fin de intercambiar excedentes de alimentos o herramientas.

El historiador Peter Watson estima que el intercambio de larga distancia empezó hace unos 150.000 años. Para darse una idea de lo que esto representa, consideremos que la rueda se inventó hace solo unos 6.500 años.

La razón es muy simple: cuando las preferencias o habilidades difieren, el intercambio aumenta la productividad, hecho que la humanidad percibió milenios antes de conceptualizar la palabra "Productividad". Esto sucede gracias a la especialización y división de conocimientos de acuerdo a las ventajas comparativas, 2 conceptos claves en esta temática. El economista inglés David Ricardo, uno de los grandes referentes históricos del Liberalismo, fue quien desarrolló esta teoría focalizándose en el comercio internacional.

Podemos resumir esta explicación en una breve frase: cuanto más distintos somos, mayor es el beneficio de intercambiar.

Con el paso del tiempo, los intercambios se expandieron, se hicieron más complejos y se globalizaron. En los últimos 2 siglos, el intercambio entre comunidades (y dentro de ellas) jugó un papel fundamental en el camino hacia la prosperidad. El aumento de la riqueza, el bienestar y la esperanza de vida en los últimos 200 años ha sido exponencial. Incluso tan solo durante el Siglo XX fue que se produjeron más bienes que en todo el resto de la historia de la humanidad. Esto se debe, en primer lugar, al COMERCIO.

Sin embargo, Argentina se resiste a entenderlo. Somos incapaces de ver, por ejemplo, la historia reciente de países vecinos (como Chile, Perú, Colombia, Uruguay) o con orígenes políticos y económicos similares (como Australia) que hoy son abanderados del comercio, y cuentan con mejor ingreso por habitante y una economía de mayor crecimiento y progreso. Los países más desarrollados del mundo son abiertos al comercio exterior.

¿Y por qué nuestra sociedad piensa todo lo contrario?

Porque para cada época del país le instalaron un mito. Algunos de ellos pueden ser los siguientes:

- La Argentina del Primer Centenario fue el granero del mundo, pero sin justicia social.
- Los años 30 fueron la Década Infame.
- El déficit fiscal es algo que le preocupa solo a los ortodoxos.
- La eliminación o baja de impuestos es transferencia de riqueza hacia los sectores concentrados.
- La universidad pública y gratuita es una conquista.
- Las jubilaciones hay que aumentarlas, por más que el sistema previsional esté quebrado.
- ¿El Estado Presente? Necesario para proteger a los que menos tienen.
- ¿Perón? La Industria Nacional.
- ¿Los 90? El "Neoliberalismo".
- ¿La dictadura? Más Neoliberalismo salvaje.

Podría refutar o contraargumentar todos estos puntos, pero teniendo en cuenta la premisa de mi nota, voy a centrarme solo en los últimos 3.

Supuestamente, la apertura indiscriminada de la economía al comercio de José Alfredo Martínez de Hoz y Carlos Menem arrasaron la industria nacional, que incapaz de hacer frente a la competencia, bajó las persianas por la invasión de productos importados.

En primer lugar, llamar "liberal" a una DICTADURA es absolutamente disparatado. El Liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, con lo cual es incongruente con un gobierno antidemocrático que niega derechos y libertades individuales.

En segundo lugar, la política económica de la dictadura, que comenzó en 1976 y finalizó en 1983, no fue auténticamente liberal, ya que durante todo este período existió un déficit fiscal monstruoso (el mismo que tanto odian los liberales) que la dictadura heredó de gobiernos anteriores y se negó a eliminar o reducir mediante un fuerte recorte del gasto público. En lugar de eso, Martínez de Hoz intentó hacer un ajuste gradualista, cubriendo los gastos que excedían la recaudación mediante la toma de préstamos externos en dólares. En consecuencia, el ingreso masivo de dólares a la economía argentina produjo, por ley de oferta y demanda, una depreciación de la moneda estadounidense y una sobrevaloración del peso. De pronto, nuestras exportaciones resultaban carísimas en dólares, y las importaciones se abarataron. Esto fue lo que provocó la destrucción del aparato industrial, la pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo, un aumento de la pobreza, desnutrición y la aparición de ollas populares. El PBI industrial cayó un 16%. Pero todo esto no se debió a la apertura indiscriminada. Fue el déficit fiscal, que llevó al Estado a endeudarse en dólares, el que generó atraso cambiario y anuló la competitividad de nuestros productos. Además un liberal está totalmente en contra del endeudamiento externo, porque eso implica cobrarle impuestos a futuras generaciones. Y como mucha gente sabe, un liberal aborrece los impuestos.

En tercer lugar, la apertura no fue tal como la describen. Es cierto que a fines de los 70 hubo menos trabas a la importación; y esto fue plasmado en una campaña, tristemente célebre, donde se compraba una silla frágil de industria nacional frente a la atractiva propuesta de sillas importadas, y un locutor anunciaba al final: "ahora tiene para elegir; además de los productos nacionales, los importados". Sin embargo, en términos del Producto Bruto Interno, las importaciones se redujeron alrededor de un punto entre 1976 y 1983. Estuvo lejos de existir una "apertura indiscriminada", como suele decirse.

A finales de la década del 80, ya en democracia, sí empezó un proceso de liberalización. En 1989, se desmantelaron las licencias de importación discrecionales, y la protección arancelaria promedio se redujo de 39% en 1988 a 18% en 1989. En 1991, se firmó el Tratado de Asunción; y en 1994, los Tratados de la Rueda de Uruguay. ¿Cuál fue el rol estratégico de esos tratados? El primero establecía un cronograma gradual de eliminación de aranceles para el comercio intrarregional entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Los líderes del Mercosur se inclinaron por la creación de un mercado común y su primer gran paso fue el establecimiento de un arancel externo común (AEC) cuya implementación, en la práctica, se completó en 1994.

Por su parte, la firma de los Tratados de la Rueda de Uruguay en 1994 y las consiguientes obligaciones contraídas ante la Organización Mundial del Comercio (OMC) representan el segundo pilar institucional de la estrategia para consolidar la apertura unilateral en este caso. Argentina asumió el compromiso multilateral de no establecer aranceles superiores al 35%, compromiso del cual el país nunca se apartó. Vale la pena pensar en la importancia de los compromisos externos como sostén de políticas abiertas.

En definitiva, a principios de los 90 se desmantelaron prácticamente todos los derechos y restricciones cuantitativas. También se eliminaron los subsidios a las exportaciones no tradicionales y se abolieron la Junta Nacional de Carnes y la Junta Nacional de Granos. Para mediados de los 90, Argentina tenía una economía tan abierta como la que en promedio mantuvo entre 1870 y 1929.

Hasta ahí, una política razonablemente liberal. Pero por desgracia, el otro hecho saliente de este período volvió a ser la apreciación del peso. Como consecuencia, hacia el final del período, las importaciones se aceleraron y las exportaciones disminuyeron de forma tal que Argentina se enfrentó, una vez más, con uno de sus males recurrentes: una crisis de balanza de pagos.

¿Eso significa entonces que el fracaso de la política económica de los 90 no fue por culpa del libre comercio y la reforma promercado?

No, en absoluto. Fue la consecuencia del establecimiento de un tipo de cambio fijo (1 a 1) con políticas macroeconómicas que eran inconsistentes con el nivel fijado. Los crecientes déficits fiscales, cubiertos temporalmente por las privatizaciones y la entrada de capitales durante el primer gobierno de Menem, demoraron la devaluación más allá de lo necesario, dañando por el camino a los sectores productores de bienes transables; incluyendo el agropecuario y el industrial.

El dólar barato de los 90, fruto del efecto de los déficits fiscales financiados con deuda externa desde el segundo mandato del Menemismo, multiplicó los esfuerzos que debieron hacer los productores nacionales (principalmente las industrias sustitutivas de importaciones) para enfrentar el fuerte aumento de la competencia externa asociada con la disminución de los aranceles.

Las exportaciones durante esta década crecieron en forma sostenida como consecuencia de la apertura, a pesar de la apreciación del tipo de cambio real (dólar barato) y las recurrentes crisis externas que golpearon al país: el Efecto Tequila (1994), la Crisis Asiática (1997), la Crisis Rusa (1998), la devaluación de Brasil (1999) y la importante baja de los precios internacionales de productos primarios en la segunda mitad de la década, que coincidió con un período de elevadas tasas internacionales de interés. Entre 1996 y 1999, el índice de precios de exportación disminuyó un 25%, volviendo todavía menos sostenible la convertibilidad. A esto se agregaban niveles crecientes de los servicios de deuda, como amortizaciones, intereses, pagos de capital, etc, con un empeoramiento del riesgo país. En resumen, un marco externo muy desfavorable.

Ciertas decisiones, como la privatización de empresas públicas o la de imponer un sistema de caja de conversión que terminó con la hiperinflación heredada del gobierno de Raúl Alfonsín, fueron tomadas con el objetivo de reducir el gasto público y el déficit fiscal. Sin embargo, la tendencia a la baja del déficit se quebró en 1994, un año antes del momento ideal de abandonar el tipo de cambio fijo y dejar flotar la moneda. Y por supuesto, como el déficit comenzó a ser mayor a partir de 1994, también creció el endeudamiento externo, lo que atrasó el tipo de cambio real y complicó la competitividad de los sectores exportables; sin entrar en detalles acerca del origen de la crisis financiera de 2001, lo cual amerita una nota aparte.

Entonces, ¿era Liberalismo este desastre fiscal y cambiario?

Recordemos, por si acaso, que el Liberalismo propone un Estado limitado, bajo gasto público y equilibrio fiscal. Lo contrario a lo que impulsaron todos los gobiernos de, por lo menos, los últimos 70 años. De manera que no: el libre comercio no fracasó en Argentina. La realidad es que en los 90 no se crearon las condiciones necesarias para llevarlo a la práctica de manera exitosa.

De hecho, en materia cambiaria, el tipo de cambio fijo es un instrumento puramente heterodoxo; más aún si se lleva a cabo POR LEY, como en aquella época. Ni siquiera estamos hablando de una flotación administrada, donde el mercado define el precio de la moneda extranjera en conjunción con el Banco Central de la República Argentina (BCRA), quien interviene comprando y vendiendo divisas para evitar bajas o subas. Cuando existe un tipo de cambio fijo, es solamente el BCRA quien decide cuánto valdrá el dólar. A diferencia de estas 2 estrategias, un liberal prefiere todo lo contrario: un régimen de flotación limpia; que el BCRA se corra a un costado y el mercado cambiario se regule solo.

Por otro lado, durante los 4 años del gobierno de Mauricio Macri, no ha habido ninguna apertura indiscriminada de la economía al comercio. 

Lo único que ha hecho Macri fue terminar con la ridiculez de la Declaración Jurada para Importar (DJAI) de Cristina Kirchner y Axel Kicillof; pero según el Banco Mundial, el arancel promedio llegó a ser del 12,8% en 2018, incluyendo productos importados con aranceles del 35%, mientras que en aquel entonces, Chile tenía un arancel promedio del 4,5%; Canadá, 3%; México, 6%; y Estados Unidos, 3,5%. Donald Trump, quien fue Presidente de éste último país y suele ser calificado de "proteccionista", se dedicó a gravar solo algunos productos, y en una economía que se caracteriza por ser la más abierta del mundo. Es realmente poco serio comparar el grado de protección de Estados Unidos con el de Argentina, aún bajo el mandato del empresario republicano. Por dar otro ejemplo, en el primer año de la gestión de Macri, 2016, las importaciones aumentaron apenas el 0,7% del PBI en valores monetarios. Si bien eliminó las retenciones a las exportaciones apenas asumió, fue él mismo quien volvió a tomar dicha medida a pedido del Fondo Monetario Internacional (FMI) en 2018, como una forma de cubrir el déficit fiscal a través de la recaudación. 

Ni hablar del cepo cambiario, la altísima presión impositiva, el excesivo gasto primario que se bajó muy poco (5,4% del PBI, cuando habría que reducirlo más del cuádruple de esa cifra), y hasta el programa típicamente kirchnerista Precios Cuidados. O el brutal endeudamiento externo, equivalente al triple del de la dictadura o los años 90. Y recuerden que un liberal odia la deuda...

¿Y cuáles son las ventajas de comerciar? ¿Por qué abrirse al mundo?

Básicamente, el comercio tiene 3 beneficios:

1) Favorece a las personas cuando las preferencias difieren.
2) Incrementa la productividad a través de la división de conocimientos.
3) Incrementa la productividad a través de la especialización de acuerdo a las ventajas comparativas.

El comercio beneficia a las personas cuando las preferencias difieren. Es una idea simple e intuitiva, pero al mismo tiempo muy profunda.

Pongamos como ejemplo a una empresa de venta de productos a través de Internet; como Mercado Libre (en Estados Unidos podría ser eBay), que transforma bienes sin utilidad o valor para una persona en bienes altamente valuados para otra, por el simple acto de conectar a compradores y vendedores. Mercado Libre creó valor prácticamente de la nada. Tomando bienes que para el vendedor son basura en un placard, encontrando un comprador que los quiere, y transfiriéndolos, esta empresa logra que ambos estén en una mejor situación.

En otras palabras, el comercio permite que los bienes que ya poseemos alcancen su mayor valor. Pero el segundo punto es incluso más importante: a través del comercio podemos crear nuevos bienes desde cero. Bienes que, sin comercio, serían directamente imposibles.

La especialización implica más y mejor conocimiento. A su vez, esto conlleva mejoras en la productividad. Por ejemplo, pensemos en un médico: puede ser pediatra, neurólogo, traumatólogo, obstetra, cardiólogo, entre muchas otras especialidades. Si cada uno de ellos tuviera que aprender la profesión que los demás médicos saben, el conocimiento total (combinado) sería mucho menor. Al especializarse, cada profesional sabe mucho más, y el conocimiento total es mayor. Alcanzamos un cuidado de la salud más relevante si contamos con estos especialistas.

Del mismo modo, si yo quisiera sembrar mi propia comida, fabricar mi ropa y mis zapatos, probablemente acabaría muerto de hambre, con ropa sin terminar o deshilachada y con zapatos de pésima calidad.

El ejemplo de los médicos demuestra que para una persona no solo es imposible saber todo sino que además ni siquiera puede adquirir el total del conocimiento sobre una misma rama.

La especialización incrementa el conocimiento combinado de todo un grupo de personas más que en un solo cerebro. Y sin comercio, esa especialización en tareas sería imposible.

Las economías más desarrolladas lo son, en gran medida, gracias a que están más especializadas. Por el contrario, las menos desarrolladas tienen menos especialización. Consideremos, por ejemplo, a los trabajadores rurales de un campo de arroz en China: es probable que la mayoría necesite los mismos conocimientos para hacer su tarea. No necesitan especializarse.

Y como las economías en desarrollo están menos especializadas, movilizan una menor cantidad de conocimientos totales, y están combinados. No usan todo el potencial de sus cerebros. Con la especialización, los individuos se vuelven más productivos; pueden aprender, crecer y producir más; el potencial del "cerebro de la sociedad" se vuelve mucho más grande.

¿Pero cómo inducimos a los individuos a aportar su cerebro para construir el conocimiento a través de la especialización?

Para ello hace falta un incentivo: saber que pueden obtener otros bienes a cambio. Y esa es una de las causas fundamentales de la globalización, ya que el mundo como un todo puede especializarse; entonces el conocimiento y las habilidades de todo el mundo aumentan. Tenemos más científicos, más médicos, más ingenieros con mejores conocimientos, etc.

El Padre de la Economía Moderna, Adam Smith, argumentó a favor del comercio conectando Geografía, Civilización y Crecimiento Económico. Observó cuán frecuente era que pueblos y civilizaciones se originaran al borde de mares o ríos. ¿Cuál era la causa? Simple: las vías fluviales o marítimas permitían el comercio y favorecían la división del trabajo y la especialización. Por lo tanto, estimulaban el crecimiento de la economía.

Smith afirmaba:

"A través de medios de transporte por agua, un mercado mucho más grande es abierto para cualquier tipo de industria que el que se puede conseguir únicamente por vía terrestre; de forma que las industrias de todo tipo se establecen alrededor de las costas y grandes ríos, para subdividirse y mejorarse".

Que las personas que viven cerca de costas o grandes ríos logren mercados más grandes significa que tienen más personas con quien comerciar, pueden hacerlo de manera más sencilla y especializarse más fácilmente. Por ende, la especialización aumenta el conocimiento. Esto permite un mayor crecimiento y alcanzar la base de la civilización humana.

En cuanto al tercer beneficio del comercio, que son las ventajas comparativas, podemos destacar 2 cuestiones:

Una de ellas es que con solo determinar quién hace qué cosa, podemos lograr una mayor producción de objetos a través de la especialización en el comercio, incluso si nadie es particularmente favorecido por hacer tal o cual parte del trabajo. Y la otra es aún mejor: si alguien es habilidoso para desempeñarse en alguna tarea, sin duda será beneficioso para él. Pero también me beneficia a mí, incluso cuando mis habilidades de producción no hayan cambiado.

El ejemplo que sigue puede resultar confuso si no se lee con atención. Pero vale el esfuerzo. Permite entender, de una vez y para siempre, por qué comerciar es mejor que cerrarse y por qué las ventajas comparativas rigen el universo de la economía.

Imaginemos, hace miles de años, a 2 individuos: Juan y Carlos.

Se dedican únicamente a la caza y a la pesca. Si Carlos pasa todo su tiempo con una sola actividad, al final del día puede tener 10 platos de comida elaborados a partir de vacas (bife) o 10 pescados listos para comer. Juan, por su parte, puede producir 10 bifes o, como es más habilidoso para pescar, puede juntar hasta 30 pescados. Esto será así siempre y cuando cada uno se dedique a UNA SOLA actividad.

Ahora bien, supongamos que los 2 dividen su tiempo en pescar y cazar. Si tomaran esta decisión, Juan y Carlos producirían 5 bifes cada uno, mientras que Carlos pescaría 5 peces y Juan obtendría 15. En total, producirán 10 bifes y 20 pescados.

Sin ser genios de las matemáticas, podemos idear una manera muy fácil de incrementar el número total de comida: si Carlos produce solo bifes y Juan solo se dedica a pescar, entonces el total llega a 10 bifes y 30 pescados, como en el primer caso. Quiere decir que solo con reacomodar lo que cada uno hace obtendrían mucho más. Se puede pensar que esto sucede gracias a la división del trabajo, pero no sería lo correcto.

El punto más importante es que los trabajadores se vuelven más productivos cuando se especializan. Pero en este escenario, ni Juan ni Carlos mejoraron como pescadores o cazadores. El solo hecho de acomodar lo que cada uno hace fue aquello que significó una mejora en la producción.

Esto es algo que en Economía se conoce como costo de oportunidad. Carlos tiene que elegir entre cazar y pescar. Cuando elige tener un bife, deja ir a un pez. En esencia, Carlos puede aprovechar su tiempo para juntar carne o intercambiar el tiempo para pescar, y el costo de intercambio (precio) es un pez por bife. Este es el costo de oportunidad de Carlos.

Lo mismo ocurre con Juan, pero como es un gran pescador, su costo al producir un bife es de 3 peces, es decir, en el tiempo que le lleva a Juan cazar y tener un bife, él puede pescar 3 peces, con lo cual intercambia consigo mismo un bife por 3 peces. Así que Carlos solo sacrifica un pez para producir un bife, pero resigna 3 peces para producir 3 bifes. El costo de oportunidad de Juan para producir un bife es más alto que el de Carlos, pero puede mejorar su situación si se dedica a cazar por menos de 3 peces; y Carlos puede estar mejor si pesca un pez por menos de un bife. Ambos ganan, ya que cada uno hace lo que mejor sabe.

Digamos ahora que Juan intercambia 2 peces por un bife de Carlos. Si Juan quiere un bife, puede conseguirlo él mismo y dejar ir 3 peces, u obtener solo 2 peces y luego intercambiarlos con Carlos. Juan prefiere la opción con menor costo (el intercambio), al igual que Carlos, que en vez de sacrificar todo un bife para pescar un pez, puede intercambiar el bife por 2 peces. Ahora solo sacrifica medio bife por un pez.

Como podrán ver, a pesar de que Juan es mejor en todo lo que hace, nada cambia en esta historia. Él se beneficia del intercambio de todas formas, porque el número de peces que Juan sacrifica para conseguir un bife por sí mismo (3) es mayor que el número de peces que tiene que pescar y darle a Juan (2) para obtener un bife.

Pero ahora veamos un punto que es contraintuitivo: ¿Qué pasa si Juan se vuelve aún mejor para pescar? Digamos que ahora él puede pescar 40 peces. Obviamente esto será muy bueno para Juan, pero eso también significa que los bifes se volvieron más caros de producir para él, porque ahora debe sacrificar 4 peces por cada bife que genera. Al convertirse en mejor pescador, se vuelve relativamente un peor cazador, y este hecho ayuda a Carlos. La razón es que Juan ahora intercambiará más peces por cada bife que recibe de Carlos. Aunque la habilidad de Carlos para producir no haya cambiado, él ahora obtiene más peces por sus bifes.

Las ventajas comparativas son un GRAN fenómeno: no importa cuáles sean mis talentos. Siempre te puedo ayudar, incluso cuando seas mejor en todo. Mientras más distintos seamos unos de otros, más nos beneficiamos de intercambiar entre nosotros.

En la práctica, las ventajas comparativas significan para la mayoría de los individuos que cada uno de ellos pasa la mayoría de su tiempo laboral en un trabajo que requiere de sus talentos comparativos. ¿Cómo sé para qué soy relativamente bueno? Lo que pagan por mi trabajo debería ser un indicador.

Imaginemos un segundo ejemplo, esta vez de tipo macroeconómico:

Consideremos a Japón y Argentina. Si con la misma cantidad de recursos que empleo en producir 100 computadoras en Argentina puedo producir 200 toneladas de trigo (mientras que en Japón puedo producir nada más que 50), entonces los economistas dirán que Argentina tiene "ventaja comparativa", es decir, un menor "costo de oportunidad" en la producción de trigo. Y si Japón deseara producir 100 computadoras, estaría dejando de producir 50 toneladas de trigo, mientras que en Argentina se estarían dejando de producir 200 toneladas. Por lo tanto, Japón tiene "ventaja comparativa" o un menor "costo de oportunidad" en la producción de computadoras.

El comercio entre países permite explotar las ventajas comparativas, es decir, aprovechar el hecho de que los países, nos guste o no, son diferentes.

En efecto, si Argentina se especializa en la producción de trigo y Japón en la de computadoras, en el mercado mundial pueden intercambiar esos bienes; y ambos obtendrán canastas de consumo de trigo y computadoras con mayor cantidad que por autoabastecimiento y rechazo de ayuda externa. Queda claro que cuando explotan sus respectivas ventajas comparativas en el mercado mundial, todos salen ganando.

También quiero aclarar que el hecho de que un país se especialice en tal o cual actividad no significa, en absoluto, que solo tenga que dedicarse a dicha actividad. Al contrario. Por más que un país pueda especializarse en la producción de un bien, eso no quita que también pueda producir (probablemente en menor medida) otro tipo de bienes y servicios.

La ventaja comparativa es la fuerza principal que nos lleva a usar nuestros talentos en los trabajos que hacemos mejor. Por esta razón es que quienes son buenos en matemáticas suelen hacerse ingenieros, los que tienen aptitudes para enseñar tienden a ser profesores, y los que poseen un considerable sentido estético a menudo se manifiestan como artistas.

Terminamos concluyendo que todos los participantes alcanzan una asignación de esfuerzos y consumo superior a la que tendrían en ausencia de intercambio, donde cada uno debe consumir lo que produce. En Economía, este tema se entiende como las ganancias del comercio.

Para que exista el intercambio tiene que haber diferencias relativas entre las condiciones de quienes ofertan (siguiendo el ejemplo anterior, las habilidades de pescadores o cazadores) o de demanda de los productos (las preferencias de consumir pescado o carne). Si todos fuéramos idénticos, entonces no habría intercambio ni ganancias derivadas del mismo.

Es un dato que, gracias al intercambio, a cada uno le conviene producir más de lo que sabe hacer mejor y luego intercambiarlo en el mercado. O sea que si aún sin mercado Carlos ya era buen pescador, con la existencia de un mercado se dedicaría más todavía a pescar.

Del mismo modo, encontramos beneficios para los consumidores, ya que Valeria, la mujer de Carlos, se veía obligada a consumir mucho pescado (que no le gustaba tanto) y poca carne. Pero si existe un mercado, Valeria puede vender todo el pescado que le trae Carlos para comprar más carne (que sí le gusta). Concluimos que el intercambio permite que todos los participantes maximicen su bienestar gracias a producir más de lo que relativamente hacen mejor y a consumir más de lo que relativamente prefieren.

El intercambio mejora el bienestar, dada la riqueza de cada uno de los participantes. Si Carlos es mucho más habilidoso que Juan, entonces Carlos siempre será más rico que Juan. Ambos ganarán con el intercambio al especializarse, pero las diferencias de riqueza subsistirán.

Si Juan fuese 100 veces mejor que Carlos (productivamente hablando), es probable que aún así siga dedicándose a ambas cosas, mientras que Carlos se especializará en producir bifes. Juan puede fácilmente cazar un poquito más y pescar un poquito menos para acomodar la especialización de Carlos, de manera tal que ahora Carlos podrá obtener muchos más peces que antes por su poca carne. Juan casi no lo notará. Carlos ganará mucho en bienestar y Juan prácticamente nada. Esta es la paradoja de John Stuart Mill, que dice así:

"Los países chicos tienden a ganar más del comercio que los países grandes".

Por si no les quedó claro, con el próximo ejemplo lo van a entender mucho mejor:

Situémonos en una isla pequeña, con 100 habitantes, muchos cocos y una vaca. Los abundantes cocos no valen nada y todos se desesperan por un bife de la pobre vaca. Pero permitamos a esa isla comerciar con Estados Unidos, donde sus cocos son relativamente más caros que la carne que producen. Ahora la isla puede vender los cocos a cambio de muchas vacas, e incluso producir más cocos y comerse la única vaca que tenían sus habitantes. Ganan mucho en bienestar, mientras que en Estados Unidos ni se enteran del infinitesimal cambio en su comercio que esto implicó, y sus precios relativos permanecen iguales. En la isla, en cambio, los precios relativos cambiaron drásticamente.

En definitiva, las ganancias del comercio para un agente (como puede ser un individuo, una tribu o un país) dependen de la diferencia de precios relativos entre las situaciones sin comercio y con comercio: cuántas vacas o peces pueden comer más.

Un error común es suponer que un país pobre debe producir lo mismo que un país rico para llegar a ser rico, como siempre ha intentado hacer Argentina a través del proteccionismo industrial; produciendo juguetes, textiles y electrónicos. Esto es negar los fundamentos de las ganancias del intercambio. Siguiendo con el ejemplo anterior, si la isla que tenía una vaca decidiera producir más vacas para parecerse a Texas, se empobrecería aún más por su falta de pasto. Y si tratara de venderle esas vacas a los tejanos, les darían muy poco por ellas, ya que la carne en Estados Unidos es barata en relación a los cocos.

El empeño en producir lo que no sabemos hacer para ser más ricos es la manera más fácil de empobrecerse. La única excepción sería el empresario que recibe algún subsidio para realizar esta utopía a costa de que lo paguen los demás.

¿Y qué ocurre con los aranceles a las importaciones y las retenciones a las exportaciones?

Los argentinos y las argentinas estamos acostumbrados a escuchar políticos, sindicalistas o periodistas en general pedir por mayores impuestos a las importaciones.

A primera vista, el argumento suena lógico: encarecemos los productos importables porque sería una forma de alentar el consumo de bienes producidos localmente; y de ese modo, incentivamos la industria nacional.

Pero miremos el asunto más de cerca:

¿Qué pasaría si el impuesto a las importaciones tuviera exactamente el efecto contrario?

El prestigioso profesor de Economía Douglas Irwin, del Darmouth College, ha planteado 3 principios simples de política comercial.

El primero sugiere que un impuesto a las importaciones es lo mismo que un impuesto a las exportaciones. Si bien Irwin fue quien se tomó el trabajo de resumir y explicar con claridad este principio, sus fundamentos matemáticos datan de muchos años antes. Los economistas lo reconocerán como el "Teorema de simetría de Lerner", llamado así por el distinguido economista Abba Lerner, que escribió un breve pero brillante artículo sobre el tema como estudiante de posgrado en la London School of Economics a mediados de la década de 1930.

Lerner fue pionero en probar que existía una simetría entre gravar las importaciones y las exportaciones, es decir, demostró que frenar las compras externas es equivalente a detener las ventas al exterior. Y lo opuesto a esta proposición también es cierto: cuando un gobierno emprende políticas para expandir el volumen de las exportaciones, no puede evitar ampliar también el volumen de las importaciones. Para ser bien claro: importamos todo lo que podemos para exportar todo lo que podemos.

La razón se debe a que las exportaciones y las importaciones son 2 caras de la misma moneda. Las exportaciones son necesarias para generar las ganancias para pagar las importaciones, y también son los bienes a los que un país debe renunciar para adquirir importaciones. Asimismo, las exportaciones y las importaciones son intrínsecamente interdependientes, es decir, cualquier política que reduzca una, también reducirá la otra; y esto lo pruebo cuando muestro el impacto negativo que tuvo el proteccionismo industrial en las exportaciones argentinas en gran parte de nuestra historia; particularmente, durante los 12 años del gobierno kirchnerista, cuando se llevó a cabo de forma absolutamente extremista. Se perdieron 10.000.000 de cabezas de ganado (sí, diez millones; aún con los precios internacionales de la carne por las nubes), cerraron 170 frigoríficos y 15.305 tambos, mientras que las economías regionales quedaron destrozadas.

A su vez, la idea de que las retenciones o prohibiciones a la exportación reducirán las importaciones es simple y directa: si Argentina se ve bloqueada, por ejemplo, en su capacidad para vender sus productos a Estados Unidos, entonces no podrá ganar los dólares que se necesitan para comprar bienes estadounidenses.

Los políticos argentinos parecen ignorar esta relación. Tal es así que en las discusiones políticas en Argentina sobre el comercio internacional, hay una tendencia a ver las exportaciones e importaciones de un país como fenómenos independientes. Desde esta perspectiva, la clase política cree que puede disminuir las importaciones sin afectar adversamente las exportaciones. Pero este es un error cargado de consecuencias.

En un arduo debate que se dio acerca de la imposición de aranceles en Inglaterra, en la década de 1940, el escritor Henry Robinson ya lo advertía:

"Para la apertura de un mercado extranjero suficiente para nuestros productos domésticos, no solo es necesario eliminar todos los impuestos desiguales en la mera exportación, sino también los bienes importados; porque el valor de la exportación inglesa debe limitarse al valor de los bienes importados... Mientras que los aranceles de nuestros productos importados se quiten, podremos vender nuestros propios productos domésticos al valor de todos los bienes extranjeros, entonces deberíamos importar y reexportar... por lo que nuestras mercancías de origen exportadas equivaldrían a mucho más".

En palabras del profesor Irwin (1996):

"La equivalencia de los impuestos a la exportación y a la importación no es una proposición obvia, y a menudo es contradictoria para la mayoría de las personas".

Irwin explica este punto con un sencillo ejemplo para Estados Unidos, que es a su vez adaptable a la Argentina. 

Imaginemos una encuesta a lo largo y ancho del país con la siguiente pregunta: "¿Está de acuerdo con que Argentina imponga aranceles de importación a los productos textiles extranjeros para evitar que éstos perjudiquen a miles de trabajadores textiles argentinos?". Lo más probable es que la vasta mayoría conteste afirmativamente, en especial si entretanto los medios de comunicación hacen campaña en el mismo sentido, con imágenes televisivas de multitudinarias marchas sindicales a favor de los aranceles a la importación de bienes textiles. Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia. Si a este mismo grupo se le pide que explique su posición, probablemente responderán que los aranceles de importación protegen el empleo argentino.

Pero ahora supongamos que luego les hace a esas mismas personas la siguiente pregunta: "¿Debería Argentina gravar la exportación de carnes, vinos, o software informáticos y otros bienes producidos en el país?". Sospecho que (salvo excepción) la respuesta sería mayormente "¡No!". Después de todo, se explicaría que los impuestos a la exportación destruirían empleos y dañarían estas industrias. Debido a que la equivalencia económica de los impuestos a la exportación e importación no es intuitiva, es poco probable que se los considere equivalentes en el terreno político. Y es por eso que nuestros gobernantes no cesan de mantener los impuestos a la importación, a tal punto que contamos con un arancel promedio para importar que es altísimo.

Sin embargo, el teorema de la simetría de Lerner dice que las 2 políticas son equivalentes en sus efectos económicos. Esto demuestra que el problema es complicado. Uno puede pensar que un arancel de importación solo se siente en el sector de importación, pero en la práctica no es así. 

¿Cómo explicar esta simetría entre aranceles a las exportaciones y a las importaciones? 

Para entenderlo, tomemos por ejemplo 2 bienes: los textiles, que se enfrentan a la competencia de las importaciones, y el vino, que puede exportarse (de hecho, Argentina posee ENORMES ventajas comparativas en esta industria y está muy bien posicionada en el mundo entero). Si Argentina produce textiles y vino, un arancel de importación aumentará el precio interno de los textiles, ya que los empresarios pueden aprovechar que no sufren la competencia del exterior y poner un precio más caro que el importado. Este arancel aumentará la venta de bienes textiles fabricados en Argentina y atraerá tanto trabajadores (que ahora estarán mejor remunerados en la industria textil) como capital, entre otros factores de producción. Pero eso tendrá una consecuencia negativa inevitable: habrá menos trabajadores dispuestos a trabajar en la industria vitivinícola, a la vez que menos inversores dispuestos a invertir en ella.

Este ejemplo (necesariamente simplificado) señala que los impuestos sobre el comercio, ya sean importaciones o exportaciones, alejan a la economía de la producción de bienes exportables y la acerca a la producción de más productos que compitan con las importaciones.

No obstante, admito que este ejemplo no logra aclararlo por completo. No termina de ser obvio cómo una restricción a la importación en un sector redundará en la pérdida de algún otro sector exportador.

Entonces, ¿qué mecanismos vinculan específicamente las exportaciones e importaciones de un país entre sí?

Los mecanismos pueden ser complejos y sutiles, pero concentrarse en el mercado de divisas puede servir para ilustrar lo que sucede.

Por ejemplo, si Argentina redujera unilateralmente el arancel de importación que grava a los bienes que provienen de China, entonces cabría esperar que también aumente la demanda de productos argentinos desde los Estados Unidos. ¿Por qué? Primeramente, el abaratamiento de los bienes importables desde China aumentará su demanda. Pero para ello, los consumidores en Argentina tendrán que vender sus pesos para comprar dólares y con ellos poder importar los productos chinos. Esto tiende a depreciar el valor del peso argentino respecto del dólar o, por el contrario, apreciar el valor del dólar en términos del peso. En consecuencia, la depreciación del peso tenderá a elevar el precio de los bienes importados (valen lo mismo en dólares pero se necesitan más pesos para comprar las divisas que permiten adquirirlos), amortiguando la demanda de esos bienes.

Pero existe otra cara de la moneda, que es la siguiente:

Aunque Estados Unidos no haya modificado su arancel a los productos argentinos, ese país ahora comprará más bienes de Argentina (limones, carnes, o simplemente enviará más turistas), porque el peso depreciado tenderá a bajar el precio en dólares de los productos de Argentina. Se obtienen los mismos pesos por cada producto que exportamos, pero como valen menos en dólares, nos volvemos más competitivos.

El mercado de divisas es un mecanismo que vincula las exportaciones y las importaciones para garantizar que cuando un país reduce unilateralmente su arancel, sus exportaciones aumenten también.

Y desde luego que para que esto funcione, es necesaria una flotación limpia de la moneda local, de manera tal que sea solo el mercado quien determine el precio del dólar en función de la oferta y la demanda, sin la intervención del BCRA, ya que si éste sale a vender divisas para evitar que la cotización del dólar suba ante el incremento de la demanda de bienes importables, el BCRA se quedaría sin reservas; y el gobierno se vería obligado a devaluar fuerte. También se iniciaría un proceso de atraso cambiario previo a la eventual devaluación. De lo contrario, si el BCRA sale a comprar divisas al mercado para mantener el dólar en un precio artificialmente alto, eso frenará la demanda de dichas importaciones; porque se volverían muy caras en pesos. Esto es algo no menor en un país como Argentina, que se dedica a importar muchos insumos y bienes de capital; indispensables para la producción. El dólar siempre debe situarse en un precio de equilibrio, de manera tal que las exportaciones y las importaciones no se vean afectadas por la política cambiaria.

Si bien este es un ejemplo muy simplista y puede estar sujeto a varias calificaciones en la práctica, no deja de ser un experimento de pensamiento útil. En la mayoría de los casos, uno no puede observar directamente el mecanismo por el cual las exportaciones y las importaciones están vinculadas. Pero aunque el efecto no sea notorio, está presente y existe.

Los datos apoyan la teoría. Por ejemplo (y siguiendo con los datos explicados por el profesor Irwin), si observamos la experiencia de Estados Unidos entre 1895 y 1995, nos encontraremos con que el registro de exportaciones e importaciones indica cambios proporcionales. Las exportaciones y las importaciones se muestran inequívocamente correlacionadas: aumentan y disminuyen al mismo tiempo, de modo que no se puede distinguir entre ellas.

Más evidencia proviene de la experiencia reciente de los países en desarrollo. Tomemos el caso entre 1965 y 1990 para 4 países en desarrollo: India, Brasil, Corea del Sur y Chile, que practicaron políticas comerciales marcadamente diferentes:

La India y Brasil siguieron políticas clásicas de sustitución de importaciones, que apuntaban a promover la industrialización restringiendo severamente las importaciones, no solo a través de aranceles y alícuotas sino también a través de requisitos de licencias de importación y restricciones de divisas. En 1965, las exportaciones e importaciones ascendían a menos del 10% del PBI para ambos países. Sus políticas comerciales no cambiaron sustancialmente en los 25 años siguientes, y por lo tanto, sus exportaciones e importaciones seguían ubicándose por debajo del 10% del PBI en 1990. A pesar del deseo de la India y de Brasil de expandir las exportaciones, éstas se vieron limitadas por el hecho de que durante este período mantuvieron importantes barreras a la importación. Estos impuestos a la importación actuaron como un impuesto a la exportación.

Comparemos ahora esta experiencia con las de Corea del Sur y Chile. Estos países aplicaron políticas muy diferentes no solo a las de la India y Brasil, sino también entre sí. Corea es conocida por sus políticas de promoción de exportaciones, que alentaron a las empresas a producir bienes para el mercado mundial. En 1965, las exportaciones de Corea ascendían a menos del 10% del PBI, al igual que las de la India y Brasil. Para 1990, las exportaciones ascendieron a más del 30% del PBI. Al mismo tiempo, Corea no es conocida por haber liberalizado su mercado interno a las importaciones, y muchos lo consideran todavía como un mercado difícil de penetrar, en gran parte cerrado a los productos extranjeros. Sin embargo, las importaciones también crecieron a más del 30% del PBI. El impulso a la exportación condujo a un aumento repentino de las importaciones.

A diferencia de Corea, para el caso de Chile se piensa en la amplia desregulación y liberalización comercial de la década de 1970, que redujo los aranceles y otras restricciones gubernamentales a las importaciones. En parte, y como resultado de esto, las importaciones de Chile aumentaron de menos del 15% del PBI en 1965 a cerca del 35% en 1990. No obstante, este período también fue testigo de un aumento en las exportaciones en el mismo orden de magnitud. Una expansión de las importaciones fue igualada por una expansión de las exportaciones. Esto ilustra la importancia funcional del teorema de simetría de Lerner.

Queda claro que no hablamos de una abstracción hipotética o una explicación puramente teórica. Si un gobierno emprende políticas que reducen sistemáticamente el volumen de las importaciones, también reducirá el volumen de las exportaciones de forma significativa. Las razones pueden ser indirectas y menos que obvias, pero ejercen una influencia palpable en la realidad y deben tenerse en cuenta.

Para el caso histórico de nuestro país, los aranceles son, probablemente, la política económica de mayor controversia a lo largo de la historia del comercio. En Argentina, la política arancelaria formulada desde 1820 no agradó a nadie, y tanto los que peleaban por el libre comercio como los defensores del proteccionismo exigían la solución del problema con creciente impaciencia.

Se aceptaba que el problema era complicado: los aranceles, además de funcionar como un instrumento de política económica, eran la fuente más importante de ingresos. Y como el comercio exterior estaba concentrado en el puerto de Buenos Aires, las demás provincias querían participar en la formación de la política arancelaria. La tarifa era un problema provincial y nacional.

Fue el comercio libre del Siglo XIX el que puso en movimiento las posibilidades de los terrenos pampeanos, con una amplitud desconocida hasta entonces. Sin embargo, la resistencia no era menor. El Partido Federal, que abogaba por los sectores de la industria y agricultura del país, se oponía al comercio libre impulsado por Bernardino Rivadavia; mientras que cada provincia tenía su propia posición. En Buenos Aires, no había unanimidad dentro de las filas federales acerca de la cuestión del proteccionismo contra el comercio libre.

Los impuestos bajos significaban un bajo costo de vida, lo cual contribuía a mantener la producción en un nivel consecuente con los precios que se pagaban en los mercados extranjeros por los cueros y la carne que exportábamos.

El reclamo por el proteccionismo era especialmente fuerte en el interior. En algunas provincias, era sinónimo de Federalismo. Por esta razón, cuando años más tarde Juan Manuel de Rosas eliminó impuestos a la importación durante su primer gobierno, esa actitud fue interpretada como una traición a la causa federal. A medida que la marea del proteccionismo fue creciendo, los partidarios del libre comercio libraban una batalla cada vez más intensa. Trataron de demostrar la inequidad del proteccionismo y de convencer a las clases medias de que una política de restricciones terminaría en desastre. Su representante más elocuente, Pedro de Angelis (director de La Gaceta Mercantil), argumentaba que el interés propio es la causa final del progreso y el bienestar económico.

Vale la pena citar su elocuente alegato, que sigue perfectamente vigente en la actualidad: la intervención gubernativa en la economía es contraria a los intereses de la sociedad y los individuos, porque sustituye con medidas artificiales el curso natural del desarrollo.

Esta intervención trae inevitablemente como consecuencia el aumento de los costos de producción. Pero el proteccionismo es especialmente perjudicial: obliga al capital y al trabajo a desarrollar actividades que son naturalmente menos productivas. La protección puede fomentar el establecimiento de nuevas industrias, pero solo a expensas de otras que quedan impedidas de prosperar. Detrás de la protección viene la escasez, la que a su turno conduce al empobrecimiento general, porque un país es tanto más próspero cuanto más es lo que obtiene cada persona por una cantidad determinada de trabajo. Obligar a la nación a producir mercaderías que pueden ser obtenidas fácilmente en el exterior a precios mucho más bajos equivale a enarbolar el principio de la división del trabajo. Además las industrias incapaces de afrontar la competencia extranjera y de avanzar sin el amparo del gobierno son perjudiciales para el Estado. Si el proteccionismo logra cercenar las importaciones, entonces las exportaciones decrecerán en la misma proporción. De esta manera, el crecimiento de las industrias protegidas constituye una amenaza directa contra el bienestar de las industrias de exportación.

Hacia fines del Siglo XIX, los progresos en el sector agrícola eran de enorme trascendencia. En 1874, Argentina importaba trigo y harinas. En 1880, las colonias agrícolas abastecían totalmente el mercado nacional y hacia fines de siglo (gracias al libre comercio), el país ocupaba un lugar prominente como exportador de cereales.

Durante aquellos años, el Estado se mantuvo limitado, cumpliendo con el preámbulo de la Constitución:

"Asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino".

Era una época relativamente liberal. El país estaba abierto al comercio internacional y a la inmigración; y la inflación se mantuvo, en general, baja y estable. Entre 1880 y 1913, la inflación promedio fue de un envidiable 1,6% anual.

El resultado de este sistema económico fue que el PBI se multiplicó casi por 8, mientras que en términos per cápita, y aún con una inmigración que crecía a ritmos acelerados, se multiplicó por 2,5. Otro dato relevante es que el país vivió una verdadera industrialización durante ese período. La participación de la industria manufacturera en el PBI aumentó un impresionante 1.193% entre 1880 y 1913. El componente industrial del PBI real se multiplicó casi 13 veces, dejando en un segundo lugar, por lejos, a la época intervencionista (a pesar de la sustitución de importaciones, el proteccionismo, el apoyo estatal, etc). Por último, y como resultado de una baja inflación y un constante aumento de la productividad, también creció el salario real: nada menos que 82% entre 1880 y 1913.

No hay otra forma de interpretar estos datos. El libre comercio fue exitoso. La caída comenzó en los años siguientes, con el endurecimiento de las políticas e ideas proteccionistas.

Si bien la Primera Guerra Mundial puso en duda que se pudiera sostener el crecimiento basado en políticas económicas liberales, esto no impidió algunas reformas profundamente modernas y democráticas, como la Ley Sáenz Peña, que consagró el sufragio universal y secreto.

La primera derrota que sufrió el país democrático que construía con esfuerzo la Generación del 80 fue el triunfo de Hipólito Yrigoyen. En las Elecciones Presidenciales de 1916, el candidato rival de Yrigoyen era Lisando de la Torre (1868-1939), un liberal clásico que pensaba llevar a cabo lo que Julio Argentino Roca no había podido terminar: la separación de la Iglesia y el Estado.

La segunda derrota fue el golpe militar del 6 de Septiembre de 1930, 6 meses antes de las Elecciones Legislativas de medio término, en las cuales Yrigoyen iba a ser derrotado y perder el control del Congreso. El golpe fue encabezado por el General José Félix Uriburu (1868-1932), quien al derrocar a Yrigoyen, no solo cometió el primer golpe de Estado de la etapa constitucional, sino que marcó la destructiva irrupción del ejército como actor político, presencia que se extendería durante más de medio siglo, hasta 1983.

En el plano económico, el estallido de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de 1929 dieron sustento conceptual y estratégico a la voluntad de cerrar la economía al comercio mundial: era el mundo el que se había cerrado.

Parecía imposible escapar a esa realidad. La libertad de mercado y el libre comercio no tenían coartada para subsistir. Pero lo que Argentina no percibió fue que la recuperación económica durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1952) se debió a que se estaba consumiendo el stock de capital acumulado durante los gobiernos de la Generación del 80. Algo parecido a lo que el Kirchnerismo (2003-2015) hizo con el capital acumulado por algunas medidas liberales que se tomaron durante el gobierno menemista (1989-1999). Fue por eso que Perón, antes de ser desalojado por los militares en 1955, tuvo que lanzar un fuerte ajuste, con el cual en algún sentido, daba por clausurada la posibilidad de continuar con el modelo sustitutivo de importaciones (aunque Argentina no pararía de insistir en las décadas siguientes). De todas maneras, no tenía sentido que 4 años después de terminada la autarquía comercial provocada por la Segunda Guerra Mundial, Argentina siguiera enfrascada en su cierre al comercio. No solo no tenía sentido, sino que era una estrategia imposible de llevar adelante: para seguir sustituyendo importaciones de bienes finales, se necesitaba producirlos localmente; para ello, se necesitaba importar insumos; para pagar esos insumos, a la corta o a la larga, eran necesarias más exportaciones; y para poder exportar, hay que abrirse al comercio…

Luego de esa crisis, pero todavía con grandes dificultades económicas y hasta su derrocamiento en 1955, Perón aplicó una política económica más inteligente: se acercó (algo) a los Estados Unidos. De la mano de Alfredo Gómez Morales (Presidente del Banco Central entre 1949 y 1952 y simultáneamente Ministro de Finanzas), Perón frenó la industrialización y la suba de salarios a la bartola y se tornó más razonable en lo económico. Por desgracia, y para disimular su conservadurismo económico, se volvió más autoritario en lo político. Los libros de lectura peronistas, tristemente célebres, datan de la segunda Presidencia de Perón.

Después surgió el mito de la industria naciente. El Desarrollismo surgió en Argentina en la década del 50, de la mano del economista Rogelio Julio Frigerio (el abuelo del Ministro del Interior de Macri), entre otros. Frigerio fue Secretario de Relaciones Económico-Sociales entre 1958 y 1959 bajo la Presidencia de Arturo Frondizi. Una de sus ideas más defendidas fue la "industria naciente". Se resume así: como Argentina no posee la escala necesaria para competir con los demás países, se la debe proteger mediante aranceles a la importación y darle tiempo a que se desarrolle, gane escala y mejore la productividad. Una vez logrado esto, el proteccionismo desaparecerá y las industrias argentinas competirán de igual a igual con las del resto del mundo.

Más tarde, el argumento teórico para justificar las políticas proteccionistas fue desarrollado por el empresario y economista Marcelo Diamand (1972).

Según Diamand, cuando un país tiene una Estructura Productiva Desequilibrada (EPD), la diferencia de productividad entre los sectores agropecuarios e industriales es muy significativa; y por consiguiente, la unificación del tipo de cambio tiene implicancias distributivas que resultan insostenibles desde el punto de vista político. Esta fue una idea muy debatida en Argentina. Así sucedió, por ejemplo, como consecuencia de la devaluación de comienzos de 1959. Es una idea que aflora cuando gobiernos creíbles revalúan el tipo de cambio real y comprometen la producción al tiempo que mejoran los salarios reales.

La idea de proteger a la industria naciente puede resultar atractiva a simple vista, pero sus consecuencias no lo son tanto. Hace más de 50 años que la idea de la "industria naciente" está en boga en Argentina, pero de nacer, no ha nacido nada. Al contrario. A la industria argentina le pasa lo mismo que al protagonista de la película "El curioso caso de Benjamin Button". Al igual que aquel personaje interpretado por Brad Pitt, la industria argentina recorrió las etapas de la vida en sentido inverso: nació vieja y se volvió cada vez menos madura, más vulnerable, menos capaz de competir. La razón es simple: ¿Qué incentivos tiene un empresario para invertir y ganar competitividad cuando la protección le reporta una renta extraordinaria que podría perder si se abre la economía? Al cabo de los años, siempre habrá una excusa para no haber ganado en competitividad, y una razón para que el deadline se extienda.

Por el contrario, una vez resuelto el problema de la "falta de competitividad estructural", la solución para el crecimiento sostenible en el tiempo es la apertura comercial. ¿Cambió algo después de 1955? Sí y no. Si observamos el período 1955-1990, podemos decir que estos años comparten una característica con lo que sucedió a partir de 1945: un alto nivel de protección industrial y continuas políticas perjudiciales al sector agrícola.

La política comercial del período fue un poco más transparente que la de 1945-55, pero no menos proteccionista. El mundo se abría, nosotros no. Para la segunda mitad de la década del 50, ya se habían concluido 4 rondas de negociaciones comerciales multilaterales bajo el paraguas del GATT (luego Organización Mundial del Comercio). Los logros en términos de apertura multilateral resultaron muy importantes para los países que eran participantes activos. ¿Y la Argentina, mientras tanto? Bien, gracias. Insistió con sus políticas de cierre. Solo recién hacia fines de los 80 asomó la sospecha de que tantos esfuerzos unilaterales y regionales de integración podían traer beneficios.

Impresiona recordar cuán altos fueron los aranceles antes de la reforma de 1967. Por ejemplo, el arancel para el sector automóviles y tractores era del 521%. Para la vestimenta, del 306%. En el sector papel, del 206%; en el sector cuero, del 239%; en el sector metales, del 212%; y en el sector maquinaria eléctrica, del 207%.

En tanto, las grandes devaluaciones durante ese período fueron contrarrestadas, de forma tal que cuando ocurría una, la estructura arancelaria de importaciones disminuía y aumentaban los derechos de exportación (las "devaluaciones compensadas"). Esto ocurrió a fines de los 50, entre 1966 y 1968, a principios de los 70, entre 1976 y 1977, durante los 80, y con la devaluación de 2002.

Estos episodios tenían lugar cuando el déficit de balanza de pagos (causados en realidad por crisis de financiamiento del déficit fiscal) llegaba a una situación insostenible. Las devaluaciones tenían efectos recesivos, porque hacían caer el salario real. Si a esto le agregamos la estructura proteccionista, el resultado era una economía que a corto plazo no se movía.

El planteo que hacen los defensores del proteccionismo es que tenemos una economía poco competitiva y mal estructurada (dólar tendencialmente barato, gasto público impagable, costos laborales alucinantes, leyes laborales del Paleozoico, costos de intermediación y transporte altos, inexistencia de crédito de largo plazo a tasas bajas); pero lo que NO DICEN es que esa falta de competitividad es por culpa del Populismo Industrial, es decir, a causa de la economía cerrada y los déficits fiscales permanentes.

El populista industrial defiende lo mismo que lo aflige. Se queja de que no somos competitivos (lo cual es cierto), pero es imposible ser competitivos estando cerrados al mundo, con un fisco desastroso y sindicatos que son verdaderos señores feudales.

Basándome en la premisa de mi nota, al comercio le debemos el aumento exponencial de la riqueza, el bienestar y la esperanza de vida en los últimos 200 años. Las posibilidades que éste implica, sin embargo, sembraron una disyuntiva polémica que se extiende hasta la actualidad. La discusión sobre los beneficios del comercio libre o de mantener una economía cerrada interpela a los académicos desde hace siglos. Sin ir más lejos, fue el propio Adam Smith quien criticó el proteccionismo de los mercantilistas del Siglo XVI en su obra "La Riqueza de las Naciones", y destacó la importancia de la libertad económica. La diferencia es que hoy la discusión puede remitirse a un buen caudal de estadísticas. Ya no se trata de una discusión teórica, sino de hechos empíricos.

Otro economista que ha sido un gran defensor del libre comercio, y con un pensamiento muy similar al de Smith, fue Frédéric Bastiat, de la Escuela Liberal Francesa.

Hasta aquí, explicamos los beneficios del comercio. Ahora, quiero enfocarme en los argumentos proteccionistas para limitarlos. Me importa contestar, punto por punto, a cada uno de ellos.

El argumento a favor de la protección proviene usualmente de sectores que no podrían sobrevivir en una economía competitiva. La competencia es una amenaza para los sectores ineficientes, y su única alternativa es presionar para mantener sus beneficios, aún al costo de disminuir el bienestar de la sociedad. 
Por eso Bastiat decía:

"Donde entra el comercio, no entran las balas".

Con respecto a los argumentos a favor del proteccionismo, algunos de ellos son los siguientes:

1) El libre comercio internacional reduce el nivel de empleo en el país.
2) Debemos mantener ciertas industrias nacionales porque generan beneficios hacia otros sectores de la economía.
3) Podemos incrementar el bienestar del país con "proteccionismo estratégico".

Analicemos algunas cuestiones detrás de estos argumentos:

Primero, pensemos en el comercio y el empleo. ¿Qué pasa cuando se baja un arancel a la importación de un bien? Al inicio, las importaciones de ese bien aumentan y habrá menos empleos en la industria que compite con él. Por ejemplo, si existe un arancel a los zapatos y lo reducimos, vamos a contar con más zapatos importados de países que los producen; como la India o Vietnam. En consecuencia, habrá menos empleos en la industria que produce zapatos en Argentina. ¿Estamos diciendo, entonces, que habrá más desempleados? De ninguna manera.

Para entender esta cuestión, planteamos la siguiente pregunta: ¿Por qué los operarios de la India o de Vietnam trabajan una larga cantidad de horas para vendernos zapatos? Seguramente, no lo hacen por bondad y solidaridad. Ellos quieren recibir bienes o servicios a cambio (para ser precisos, un salario que les permita acceder a aquellos bienes y servicios que desean). Quiere decir que trabajan para poder consumir. Nos venden bienes porque quieren otros a cambio. Como dijo Adam Smith, trabajan por interés propio.

Por lo tanto, pagamos por nuestras importaciones por medio de nuestras exportaciones. Debido a ello, el libre comercio no destruye empleo. Al contrario. Transfiere el empleo de las industrias que compiten con las importaciones a las industrias exportadoras. Al final, los salarios incrementan en promedio gracias a las ventajas comparativas (tal como expliqué anteriormente).

Por eso que si importamos más, exportaremos más. Los empleos se reducirán en la industria que compite con las importaciones; pero aumentarán en las industrias exportadoras.

En este punto cabe una aclaración: la destrucción y creación de empleos es un indicio fundamental de que la economía está creciendo. Con la invención de la iluminación artificial, Thomas Edison destruyó la industria de velas; los CD destruyeron trabajos en la industria discográfica; los MP3 destruyeron empleos en la industria de los CD; y las aplicaciones de descarga de música destruyeron todas las industrias anteriores prácticamente por completo. Esta es la forma en la que el progreso ocurre. En general, el empleo y el nivel de vida, en un país normal, suben con el paso del tiempo; la razón por la cual se incrementan es precisamente que los viejos trabajos se destruyen y se crean nuevos. En el resto del mundo, existe una tendencia hacia trabajos más ricos, mejor pagados, con salarios más altos. Tanto la tecnología como el comercio benefician a la economía de cualquier país.

El argumento de las industrias clave es muy popular entre los grupos de la alta tecnología. Sugiere que existen algunas industrias que, por muchas razones, es muy importante que estén establecidas en el país: "la biología y la microbiología serán el futuro; por eso debemos tener este tipo de industria". "Las computadoras son el futuro; debemos tener este tipo de industria". Estas industrias crean un derrame hacia otras: conocimiento, investigación, trabajadores de alta tecnología que se extienden a otras áreas de la economía y la benefician en formas que van más allá del PBI producido por esas industrias específicas. ¿Es cierto esto? En 1990, Walmart contribuyó más al auge de la productividad que Silicon Valley. Siempre es difícil decir exactamente cuáles son las industrias más importantes. Cuesta creer que Walmart sea una de ellas. Sin embargo, es la empresa más grande del mundo, y contribuyó muchísimo a hacer más productiva la economía estadounidense. 

El punto es que nadie sabe cuáles son las industrias que provocan un efecto derrame muy importante; y cuando agregamos la tendencia de los políticos a elegir basados en razones erróneas, este argumento no es muy persuasivo. Funciona en teoría, pero tiene menos probabilidades de hacerlo en la práctica. Es más probable que un país utilice aranceles para obtener una parte mayor de las ganancias del comercio. Si limitamos o ponemos impuestos a las exportaciones, permitimos que las industrias nacionales actúen como un cártel. Con esto quiero decir que ayudamos a las empresas nacionales a convertirse en monopolio. El gobierno y las empresas nacionales crean un arancel o limitan las exportaciones para subir el precio de esas exportaciones en los mercados mundiales, y obtener así más de las ganancias del comercio. Pero si empujamos el precio de nuestros productos demasiado alto, eso propicia que se creen sustitutos. A largo plazo, reducimos nuestro mercado. Por otra parte, el proteccionismo estratégico no parece una buena idea si los otros países pueden tomar represalias. Si todos los países hicieran esto, el comercio mundial se reduciría y ningún país se beneficiaría.

En aquella obra fundacional, Adam Smith destruyó los argumentos mercantilistas uno por uno. Sostuvo, en primer lugar, que la verdadera riqueza no radica en el oro y en la plata, sino en los bienes y servicios que los seres humanos pueden adquirir. Afirmaba que aquello que beneficia a las personas es la satisfacción de sus necesidades, y éstas se satisfacen consumiendo bienes y servicios; no oro y plata. Y eso es cierto: uno puede tener mucho dinero en su hogar, pero si no va al supermercado para evitar "gastar en importaciones", termina por morirse de hambre. Smith también criticó a los mercantilistas por la idea de producir todo "puertas adentro" en lugar de aprovechar las ventajas del comercio. De nuevo: si los individuos no fabricamos todos los bienes y servicios que consumimos, ¿por qué eso sería buena idea para el país? 

La industria argentina sufre regulaciones, impuestos, inflación y planes económicos nefastos. ¿Pero quién tiene la culpa? ¿Vamos a castigar al consumidor, obligándolo a pagar $40.000 por un IPhone en lugar de $10.000 solo para darnos el gusto de fabricarlo en la Provincia de Tierra del Fuego? ¿Castigamos al hombre de trabajo obligándolo a pagar, por una remera que en Miami o Santiago de Chile cuesta $100, los $500 que cuesta en nuestro país? Eso es lo que hacemos en Argentina: castigar al que trabaja. Por eso no debemos admitir más el relato hipócrita que nos machaca el proteccionismo, proclamándose como único protector del empleo y el salario. En realidad, el discurso proteccionista es utilizado por los empresarios locales para obtener leyes en beneficio propio. El proceso es sencillo: convenzo a los legisladores de que cierren la economía para ser yo el único oferente, y obligo a pagar al consumidor 5 veces el valor del producto en cualquier otra parte del mundo. En la teoría económica y en la práctica, estos argumentos no resisten el menor análisis. Para nuestra desgracia, los hemos incorporado tanto a nuestra visión del mundo que no vemos detrás la mala fe y el deseo de lucro mal habido.

La evidencia empírica es contundente; y en círculos académicos, la discusión es un tema del pasado. Los países con mayor apertura económica y con más libertad comercial son también los que gozan del mejor nivel de vida. Por el contrario, los más cerrados, que son los que mediante aranceles y fronteras comerciales cerradas aseguran proteger la industria nacional, son los más pobres y atrasados. Basta con ver la realidad de Cuba y Venezuela, cuyos gobiernos aplicaron las más restrictivas políticas comerciales, y donde la población está hoy sumergida en una crisis humanitaria. 

Dicho sea de paso, aquellos que defienden las políticas del gobierno izquierdista cubano le echan la culpa de su fracaso económico a un "bloqueo" impuesto por Estados Unidos, argumentando JUSTAMENTE que dicho bloqueo le impide a Cuba comerciar con los estadounidenses. O sea que para la Izquierda, el libre comercio es malo cuando le conviene. Eso se llama hipocresía...

La realidad es que el libre comercio permite acceder a niveles de precios más bajos. Una economía abierta fomenta la competencia; o dicho técnicamente, asigna los recursos de acuerdo con las señales que el sistema de precios internacionales envía. En un marco de economía abierta, los sectores que reciben rentas monopólicas beneficiados por la protección arancelaria transferirán sus ingresos a toda la sociedad. Con más competencia, aumenta la eficiencia y el bienestar en general.

A su vez, quienes se posicionan en contra del libre comercio argumentan a menudo que la economía argentina se convertiría en agrícola-ganadera, con la consecuencia de una industria cada vez más reducida y un aumento del desempleo. Es una forma de pensar profundamente arraigada en la opinión pública, pero es simplemente falsa. La especialización absoluta no es admisible en economía; y por lo tanto, la desaparición de las actividades industriales no sería concebible. Los que utilizan este argumento ignoran la literatura académica de los últimos 50 años. 

Se suele leer, por otro lado, que un país pequeño debe protegerse para evitar que los países de mayor tamaño absorban ventajas del comercio en detrimento del bienestar del primero. En otras palabras, se plantea que la única defensa para evitar ser sometidos por un país grande es la intervención del Estado; ya sea mediante prohibiciones, subsidios o aranceles. Sin embargo, el consenso es que un país pequeño que se comporta como un tomador de precios mejorará su bienestar al abrir la economía y tomar precios internacionales.

La apertura comercial, lejos de perjudicar a Argentina, es justo lo que necesita para desarrollarse. Una estrategia para hacerlo prudentemente y conseguir mayores beneficios en el largo plazo es minimizar el riesgo de que esa apertura se revierta. También se debe combinar con una profunda reducción impositiva y desregulación del mercado laboral, de manera tal que se facilite la reinvención de los sectores productivos, la adaptación hacia nuevas formas laborales, y así se minimicen los costos de transición.

Pero el camino hacia la desregulación del comercio es una cuestión, en primer lugar, de cambio cultural.

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